Bajo el título de “Software”, la última exposición de Juan Luis Moraza en la Galería Moisés Pérez de Albéniz plantea una paradójica vindicación del “hardwere”, a través de una colección de piezas a modo de insólitas herramientas, cuyo propósito es activar una reflexión crítica sobre las reglas y el uso de la tecnología. Hasta el 13 de noviembre.
Iñaki Arzoz
A simple vista, “Software”, el trabajo reciente del artista vitoriano Juan Luis Moraza, parece una exposición sencilla, basada en una fórmula: la producción de una serie de herramientas imposibles, a la manera de las simpáticos pero superficiales objetos de Jacques Carelman. Más de cuarenta esculturas de limpia factura, elaboradas en distintos materiales, como fundidos en bronce o niquelados en cromo-cobalto, se disponen bellas “como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas”, para sorprender al espectador desplegando un travieso hechizo surrealista.
Pero es una impresión engañosa, incluso estaríamos tentados de pensar que esta idea-fórmula ‘surrealizante’ ha sido deliberadamente utilizada como ‘herramienta’ para indagar en problemas más complejos y al tiempo más básicos. A partir de una perspectiva conceptual, estos objetos perturbadores en su rotunda y enigmática simplicidad, según escribe el artista “no se someten a su preocupación -sea estructural o temática-: en ellas importa su compromiso como arte”. Esculturas-koan que, como “Toolbrain”, maza con mango de madera rematada en un cerebro, pretenden desenredar un nudo gordiano con un solo golpe de inteligencia sensible. Pero también, en cierto modo, como las inquietantes esculturas obstétricas que David Cronenberg ideó para “Inseparables”. Pues ¿qué pretenden extraer con esa mayeútica feroz? Nada: arte.
No obstante pese a este repliegue en lo estético, el planteamiento de “Software” ya parte, así lo declara el artista, de una suerte de vindicación del “hardwere”: “no existe el software sin el hardware. Es decir, que hay una especie de renovación de una cierta teoría de la realidad”. Hay por ello, aunque sin asomo de ludismo, un apunte crítico, afín esa perspectiva de la filosofía de la tecnología contra “la mecanización toma el control (Sigfried Giedion) o la “megamáquina” (Lewis Mumford), especialmente, cuando se enfrenta a la alienación del cuerpo en la era digital, que convierte extensiones corporales en herramientas.
Y no me resisto a transcribir sus argumentos y declaraciones, ya que Juan Luis Moraza es un creador que justamente ha convertido la escritura en una herramienta teórica, complementaria de la práctica artística, de depurada elocuencia. Así, el conjunto de piezas se presenta “como útiles de un catálogo contemporáneo de programas de acción que evocan la hipertrofia de una sensibilidad finalista que más allá de las ideologías, se hace fuerte en las sensologías, y que convierte el cuerpo en amasijo de funciones y órganos, las sensaciones en un campo de explotación, el goce en una industria, las emociones en un hechizo de afecciones y afectos, y la vida en una carrera, en una ciencia.” Pero también advierte que “este catálogo sucede como evocación a un mundo en el que la herramienta lo invade todo. Un mundo en el que los humanos nos hemos convertido, en parte, en una aparato reproductor de las máquinas. Es decir, las máquinas materiales e inmateriales son las que han hecho que estemos al servicio de su propio desarrollo”. Parece, pese a su propósito principal como arte, que subyace -por sus textos los conoceréis- una visión crítica bastante clara.
Pero describamos brevemente el hardwere de “Software”, muestra que se divide en tres ‘familias’. “Anormatividad”, en la que destaca “Larvario” por su explicitud, un disco duro transparente lleno de reglas de plástico torsionadas. “Abstracción normativa”, con su juego de mazas acabadas en órganos como “Paramondrian”, “Paraeuclides” y “Paramies”. Y “Software”, la más amplia, con su colección de herramientas humanoides, de mangos acabados en partes del cuerpo humano con función de herramientas como lenguas y dedos o de órganos vitales como el corazón y el estómago. La exposición de piezas-herramientas se complementa con un par de obras aparentemente fuera de programa, con algo de arrebato lírico-narrativo que juega más allá del estricto estatismo programado del resto: “Bodas alquímicas”, un clavo y una aguja gigantes, a escala humana, y la proyección del vídeo “Kiss” en el cual un par de clavos bailan y parecen besarse por efecto de la imantación.
Solo una pequeña objeción (una duda) sobre su disposición; La acumulación y la proximidad entre las diferentes piezas nos impide disfrutarlas, una a una, en toda su potencialidad. No están ni tan juntas como en un panel de herramientas -como quizá debieran ser presentadas-, ni tan separadas como en una exposición convencional de pequeñas esculturas sobre peanas.
“Software” desarrolla un programa estético en cierta manera paralelo, por ejemplo, a la indagación pragmatista que Richard Sennett ha iniciado con “El artesano” (The Craftsman), como una revisión crítica -subversivamente nostálgica- del trabajo de Hefestos, en la que se reivindica el antiguo espíritu gremial, poniendo como ejemplo el linux… Verdaderamente, la labor del artista, como artesano especializado en hardware y/o software -como Juan Luis Moraza en ambos- se muestra como un asunto de ética acerca de las reglas de la comunidad.
A simple vista “Software” parecía una exposición sencilla y sus piezas lo son, deliberadamente. Pero las consecuencias de su interpretación, de su contundencia, incluso de su disfrute nada inocente, no lo son en absoluto.
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